La pandemia del COVID-19 nos tomó por sorpresa. No estábamos preparados para enfrentar algo de esta naturaleza. De seguro recuerdan qué hacían la semana anterior a que se decretaran los primeros confinamientos y la suspensión de clases, o los múltiples planes que tenían para realizar durante este año. Todo eso cambió. Nuestro estilo de vida cambió. Debemos mantenernos en casa, hacer fila en los servicios que aún funcionan y mantener el distanciamiento físico en los espacios públicos. Los cines, teatros y restaurantes están cerrados. Algo tan cotidiano como ir al supermercado o tomar el transporte público se transformó en todo un desafío que implica un riesgo, el riesgo de contraer la enfermedad y transmitirla a nuestros seres queridos.
Como en cualquier evento imprevisto hay grupos de la población que se ven más afectados que otros. Con más nitidez que nunca esta pandemia pone de manifiesto las múltiples desigualdades que atraviesan nuestra sociedad, tanto a la hora de contraer el virus o de enfrentarse a sus consecuencias sociales y económicas. Hemos visto cómo el confinamiento obligado para frenar el contagio hace más evidente la desigualdad habitacional, la violencia de género, así como exacerba las precariedades laborales en la que se encontraban miles de trabajadores y trabajadoras antes de la pandemia.
El COVID-19 nos recordó de la peor manera posible que vivir en una sociedad desigual implica que las legítimas diferencias que existen entre personas -como el nivel de ingresos, edad, género o la comuna donde se reside- terminarán por afectar de manera significativa la forma en que ellos y ellas podrán sortear sus consecuencias, reduciendo aún más sus libertades para realizar la vida que se desea, aumentando los contornos de la incertidumbre.
Recientemente el PNUD señaló que la pandemia del COVID-19 es más que una emergencia sanitaria mundial. Es una crisis sistémica del desarrollo humano que amenaza con anular muchos de los avances en materia de desarrollo logrados durante las últimas décadas, como la reducción de la pobreza.
¿Y si hubiésemos sabido que esto pasaría?
Si hubiésemos tenido conciencia de lo que significa un evento de escala global sobre nuestras vidas ¿nos habríamos preparado de mejor manera? ¿habríamos puesto mayor énfasis en construir una sociedad más justa de modo que las consecuencias de la pandemia afectaran lo menos posible a la población? Quisiera creer que sí, y también quisiera creer que esta pandemia efectivamente cambiará nuestra forma de ver el mundo y que nos obligará a tomar conciencia y prepararnos con más celeridad para el mayor evento a escala global al que se enfrenta la humanidad: el cambio climático.
Contrarrestar las consecuencias que el cambio climático ya está teniendo sobre la vida en el planeta nos obliga a ser personas más responsables, más involucradas con la comunidad, a promover la construcción de soluciones innovadoras, a generar nuevos estilos de vida y a tomar todas las medidas necesarias para adaptarnos a los cambios sin descuidar el desarrollo humano de los más vulnerables.
En este propósito la ciudad tiene un rol clave. Esta pandemia del COVID-19 es el mejor ejemplo de cómo la ciudad puede transformarse en un obstáculo para la salud, la integración e inclusión social de las personas, pero también nos muestra que tiene el potencial de contribuir a ampliar libertades y a ofrecer oportunidades a todos y todas quienes habitan en ellas. Por ejemplo, tener la posibilidad de caminar o disfrutar de espacios para realizar actividad física manteniendo el distanciamiento de otras personas, sin lugar a duda tiene impactos positivos en la calidad de vida de quienes pueden realizarlo. Con una planificación y gestión urbana racionales, las ciudades pueden volverse un factor de protección ante eventos imprevistos, así como centros dinámicos de innovación e iniciativa que impulsen cambios que afecten de manera positiva el diario vivir de las personas.
El tipo de respuestas que se entreguen desde el urbanismo para adaptarnos y mitigar los efectos del cambio climático, deben estar basadas en la experiencia y aprendizajes de nuestra convivencia como sociedad con el COVID-19. Para avanzar en esa dirección es clave poner a las personas en el centro de las soluciones y preocupaciones del desarrollo urbano, y abrir espacios que les permitan contribuir a desarrollar adecuadamente la ciudad que habitan.
Aún no sabemos cómo va a terminar la crisis social y económica provocada por el COVID-19, pero sí sabemos que están en curso otros eventos que tienen el potencial de generar una crisis peor que la que estamos viviendo hoy. Más que nunca se requiere establecer el compromiso de promover un estilo de vida que sea compatible con la sostenibilidad del planeta, al tiempo que se asegura un acceso equitativo y asequible a la infraestructura física y social básica para todos y todas, sin discriminación, velando por que esos servicios tengan en cuenta los derechos y las necesidades de las mujeres, los niños y los jóvenes, las personas de edad y las personas con discapacidad y de otras personas en situaciones de vulnerabilidad.