El terremoto del 27/F de 2010 (M=8,8) provocó una de las transformaciones físicas, sociales y políticas más grandes en la historia del país, debido a la magnitud del desastre generado. No solo cambió la morfología de la costa sino también la sociedad chilena y la forma de enfrentar las amenazas recurrentes. De aquí que el 27/F sea considerado un punto de inflexión en materias de gestión del riesgo que repercutió en una necesidad de replantear la estructura y funcionamiento de la Oficina Nacional de Emergencia (ONEMI), donde se creó una Plataforma Nacional para la RRD que operó entre 2012 y 2013, la cual se centró en formular una Política Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres.
Desde el punto de vista territorial, el país vivió uno de los procesos de reconstrucción más costosos en su historia, aplicándose Planes Maestros de Reconstrucción (PRBC) en todas las comunas costeras afectadas. Así también, las comunas costeras tuvieron la obligación de actualizar sus estudios de riesgos para su vinculación en los Planes Reguladores Comunales. Luego de ello, a 10 años del 27/F ¿qué logramos en materia de reducción del riesgo de desastres? ¿Aprendimos de este tremendo desastre, siendo el aprendizaje un componente por definición de la resiliencia?
Así como el terremoto de 1960 generó un avance sustantivo en materia de edificación y a la vez posibilitó la coordinación entre países ribereños de la cuenca del Pacífico en torno a un sistema internacional de alarma de tsunami (PTWC), el terremoto de 2010 posibilitó la inclusión de estudios fundados de riesgo en los nuevos planes reguladores a nivel comunal, modificó la norma antisísmica para las nuevas construcciones y creó directrices para una nueva institucionalidad encargada de la gestión del riesgo de desastres. La reconstrucción fue necesaria y se realizó aplicando los Planes Maestros de Reconstrucción (PRBC), diseñados de manera centralizada, con una componente de diagnóstico y otra de participación ciudadana, sin embargo, el escaso tiempo en el cual fueron diseñados, hizo que se presentara el mismo diseño estructural para todas las localidades, sin considerar las características físicas y sociales específicas de cada territorio. De hecho, en la actualidad, presentan poca capacidad de mitigación para eventos de magnitud igual o superior al del 27/F.
Además, en la mayoría de estas localidades afectadas, los habitantes vivieron intensos procesos de estrés post-traumático y la restauración emocional fue muy lenta, elementos ausentes de un proceso de reconstrucción que se focalizó en la meta urgente de un número de viviendas reconstruidas más que en la restauración y fortalecimiento del tejido social, clave en la resiliencia social que se requiere para enfrentar futuros eventos, desde el aprendizaje.
Por otro lado, la escasez de posibilidades de relocalización en áreas seguras, llevó a construir viviendas e infraestructura crítica en las mismas áreas afectadas, , con lo cual el riesgo no se redujo. Si bien el arraigo y la identidad territorial son un elemento importante en la construcción de comunidad, el Estado debe aplicar el principio precautorio y el resguardar el derecho a la vida de sus habitantes, donde el desafío actual está en buscar mecanismos de acompañamiento en los procesos sociales durante la emergencia y el post desastre, con ello buscar alternativas de localización que incorpore la recuperación de viviendas y tejido social en áreas seguras.
Hoy contamos con una reciente Política Nacional de Gestión del Riesgo, sin embargo, la reducción del riesgo de desastres se debilita ante una institucionalidad creada solo con fines de manejo de emergencias (reactiva y no preventiva) y presenta serios obstáculos a la toma de decisiones al momento de ocurrir un desastre. Ambos aspectos convergen en que los estudios de riesgo tengan una escasa articulación con los instrumentos de planificación territorial, aspecto ampliamente discutido por Bordas (2001) y Martínez et al., (2017). Por otro lado, las políticas públicas orientadas a reducir el riesgo se encuentran poco fortalecidas y articuladas a los instrumentos de planificación territorial (IPT), causando un debilitamiento en su rol preventivo. No obstante, actualmente se visualiza una mayor voluntad política de cambio para avanzar en mecanismos de articulación hacia la gobernanza en el contexto de los riesgos naturales.
Posiblemente estos cambios, en especial la esperada modernización de la OGUC (artículos 2.1.12 y 2.1.17), genere un impacto suficiente de tal manera que a nivel local, todos los municipios cuenten con estudios de riesgo, realizados con criterios estandarizados de tal manera que estos sean comparables y actualizados a medida que las transformaciones socio-territoriales así lo ameriten. Por otro lado, la gestión del riesgo también puede estar auspiciada por iniciativas locales, de tal manera que los municipios cuenten con una división o departamento de gestión del riesgo, sin embargo, vinculado a la planificación territorial, de tal manera de dialogar en la forma de construir o hacer la ciudad y sus áreas seguras (caso de Municipio de Talcahuano y su Departamento de Gestión del Riesgo). Ello implica forzosamente un compromiso social de los municipios ante la urgente necesidad de incorporar en los Planes Reguladores las áreas de riesgo, de tal manera que estos sean instrumentos viables de regulación de los usos de suelo con criterios de seguridad y sustentabilidad ambiental, como vía de reducir la exposición de personas e infraestructura ante potenciales desastres.
Algunos de los principales desafíos derivados de la experiencia a 10 años del 27/F son:
-Transferencia de conocimientos y formación de capacidades profesionales desde la academia a las instituciones públicas, con el fin de formar capacidades profesionales sobre metodologías, enfoques teóricos y gobernanza. Hoy en día la resiliencia social y urbana son características claves de la sustentabilidad, como paradigma renovado en el Marco de Acción de Sendai (2015-2030), los esfuerzos deben ir dirigidos a la formación de capacidades profesionales para la mejora de la toma de decisiones en planificación territorial y especialmente en la gestión del riesgo, donde los procesos sociales y urbanos que construyen el riesgo, deben ser controlados y encaminados a la protección de la vida como objetivo central.
– Conocimiento técnico-científico vinculación con a la sociedad, con el fin de fortalecer la participación ciudadana en temas de planificación territorial, gestión del riesgo y en especial protección de ecosistemas costeros que cumplen con una función natural de mitigación (playas, campos dunares, humedales).
-Fortalecimiento del poder local capaz de crear identidad territorial, cohesión social y participación comunitaria en temas de reducción del riesgo, dado que la resiliencia social se sustenta en la sociedad organizada.
– Institucionalidad, normativas y gobernanza fortalecida en relación con la gestión del riesgo, sin los cuales las posibilidades de reducción del riesgo de desastres se debilitan severamente.
– Creación y consolidación de programas de postgrado de excelencia sobre riesgos y desastres socio-naturales, capaces de generar nuevo conocimiento científico en torno a los desastres, una efectiva transmisión pública y vinculación con el medio.
– Hoy más que nunca urge en Chile una Política Pública que considere los procesos de Reconstrucción en sus múltiples dimensiones y cómo se lleva ésta a la planificación urbana resiliente. Se debe pensar en las características de las nuevas áreas donde serán emplazadas (relocalización), en la relación con la identidad territorial de la sociedad que se reconstruye y en mecanismos de acompañamiento para la sociedad afectada, utilizando o fortaleciendo su capital social y diversificando sus actividades económicas sin la desvalorización social que hemos visto en post-reconstrucción.
Carolina Martínez. Doctora en Geografía de la Universidad de Barcelona (España), magíster en Geografía por la Universidad de Chile y geógrafa de la Universidad de Playa Ancha. Geografa, Instituto de Geografía UC, Investigadora CIGIDEN