Existe un diagnóstico consensuado respecto a considerar la desigualdad socioeconómica como el principal problema urbano de Chile. Con vergüenza, podemos decir que siete de las 30 ciudades más desiguales de la OCDE son chilenas, y que Santiago encabeza la lista. Somos uno de los países con más población urbana de la región, con un 87,8% de los habitantes viviendo en ciudades, el lugar donde la pobreza tiende a concentrarse. En el espacio urbano, la inequidad se traduce en segregación social, territorios desaventajados y postergados que marginan a sus habitantes del derecho a la ciudad. La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible de la CEPAL (2015), La Nueva Agenda Urbana (2016) y las observaciones de la misma OCDE sobre nuestra particular realidad local han sido insistentes en la materia. Nuestra Política Nacional de Desarrollo Urbano (PNDU) ha reconocido también que revertir la segregación es el principal objetivo al que debemos apuntar.
Distingamos las Políticas –de orden indicativo y con la imprescindible labor de definir horizontes–, de los Instrumentos –de orden normativo y que redundan en lo que efectivamente se hace o no en la ciudad–. Me interesa reflexionar sobre el segundo grupo, cuestionando la idoneidad y robustez de la caja de herramientas con la que se opera en el territorio. Por un lado, las Políticas se construyen sobre el consenso y difícilmente plantean objetivos contrarios al sentido común y al bienestar social, por lo que no extraña encontrar en ellas objetivos de equidad. Por el otro, los Instrumentos –que comprenden aquí los Planes en todas sus escalas– son negociaciones opacas, en donde los intereses particulares están en juego y muchas veces se camuflan detrás de razones “técnicas”. Los instrumentos son el tablero en donde se transa el factor más determinante de la desigualdad: el valor del suelo.
Por ello, es fácil suponer que el estado de obsolescencia y la precariedad general en que se encuentran nuestros Instrumentos de Planificación Territorial (IPTs) no obedece tanto al costo y envergadura de la tarea de su puesta al día como a la magnitud de los intereses particulares que están en juego. Así, tenemos, por ejemplo, que el Plan Regulador Metropolitano de la capital de un país centralista, en gran parte, es un documento dibujado hace 25 años con lápices de colores; que no cuenta con cartografías GIS con validez legal y cuyas últimas modificaciones escasamente han superado la negociación por la ampliación del Límite de Extensión Urbana. En el escenario comunal de la región, menos de la mitad de los Planes Reguladores Comunales son de este siglo y casi un tercio de las comunas, aunque estén en proceso de elaboración, sencillamente no tiene un instrumento vigente. En el resto del país, la planificación a escala intercomunal es muy escasa, y a escala local, el panorama es aún más precario que en Santiago. Los nuevos Planes Regionales de Ordenamiento Territorial, que iban a ayudar especialmente a las regiones, fueron despojados de dientes, diluidos en su normatividad y subordinados a los instrumentos urbanos. Esto se sostiene así, a pesar que desde la Política se ha insistido en que fortalecer y ampliar las atribuciones de los IPTs es fundamental para conseguir objetivos de equidad.
Por otra parte, hace ya mucho tiempo que las energías se destinan a elaborar mecanismos para un urbanismo liberal, que actúa con y por el mercado. En la mayoría de las innovaciones implementadas en las últimas dos décadas –como la planificación por condiciones, la Ley de Aportes, las mitigaciones viales e incluso el reciente proyecto de Ley de Integración Social y Urbana– las contribuciones al espacio quedan subordinadas a la existencia de una dinámica inmobiliaria en el territorio. Dicho de otra forma, los mecanismos que se basan en condicionamientos e incentivos no pueden actuar donde no hay desarrollo y difícilmente consiguen provocarlo. En ese sentido, nos hemos hecho de una amplia gama de herramientas anticipatorias, pero de dudosa efectividad cuando se trata de revertir una realidad desigual.
Podría argumentarse que el territorio se equilibra con la obra pública. Sin embargo, esa inversión no es ni está regulada por un Instrumento de Planificación. Apenas si está señalada en su posición, pero, en la práctica, se desarrolla de forma paralela e independiente a las voluntades del urbanismo. Tanto es así, que en el último proyecto de Ley sobre Integración Social y Urbana se intenta facultar a los IPTs para “reaccionar” a las inversiones de transporte, como el Metro y las autopistas. La desarticulación sectorial y las escasas atribuciones de los Instrumentos, han marginado a la Planificación de las decisiones sobre las obras que pueden atraer desarrollo a un lugar. El urbanismo se está convirtiendo en un espectador o, cuando más, un facilitador. En este escenario de subsidiaridad y precariedad instrumental, quizás el último recurso para revertir la desigualdad sea un sistema de Planificación Integrada, que tome el control de la inversión pública con la equidad como horizonte. Como por ejemplo, los Planes de Ciudad, que establecen objetivos estratégicos y articulan las acciones para lograrlos, y que han sido invocados desde la PNDU como los instrumentos para regenerar la segregación.