Opinión

A grandes desafíos, grandes quiñazos

A grandes desafíos, grandes quiñazos

Opinión de Iván Poduje.

11/13/2018

Por Iván Poduje, consejero CNDU y académico.

El debate urbano ha estado muy movido este 2018 y se han instalado dos mitos que me gustaría conversar en este estupendo espacio creado por el equipo del Consejo Nacional de Desarrollo Urbano (CNDU).

El primer mito, es que nuestras ciudades pueden resolver problemas complejos con pequeñas acciones y el aporte individual de cada persona. Esta derivación contemporánea del «cosismo» noventero de Joaquín Lavín, asume que es posible rescatar los centros cerrando calles o llenándolas de colores, que los parques se pueden hacer sin árboles ni pasto, o que es posible reemplazar la función de una estación de Metro con un corredor de micros que cuesta la décima parte.

Que no se malentienda mi punto. Salvo por los corredores —que son un desastre—, las intervenciones “tácticas” me parecen muy buenas para barrios con grandes atributos de entorno, o para darle un mejor destino provisorio a sitios eriazos, como ocurre con las plazas de Bolsillo, que son un acierto.

El problema se da cuando el «cosismo» tapa las prioridades más urgentes, y se transforma derechamente en un peligro, si pensamos que, además, puede resolverlas. Algo de esto ha pasado con las propuestas de Jan Gehl, y no por su culpa, ya que él vende un servicio profesional, lo que me parece muy legítimo. El problema es de las autoridades que se engolosinan con sus ideas porque son rentables políticamente, ya que se muestran en meses, cuestan poca plata y suelen tener buena prensa.

Un ejemplo de libro es Antofagasta. Un tercio de sus habitantes viven en el extremo norte, y la mitad de ellos en barrios segregados, sin ningún área verde, ya que el costo de regarlas es prohibitivo. Bajo el «urbanismo de las cosas simples» —que recuerda al «poeta de las cosas simples», Ricardo Arjona, y la calidad de sus canciones— hace algunos años se pintaron unas veredas de colores como el gran paseo Bandera, pero sin la densidad ni la calidad urbana del centro de Santiago. ¿El resultado? La gente las sintió como un insulto, y al poco tiempo estaban rayadas con epítetos irreproducibles en este espacio.

En paralelo, el Ministerio de Obras Públicas trabajaba en un proyecto de alto costo para el mismo sector, pero con una temporalidad distinta. Pasarían años antes de ver resultados. Por suerte el equipo a cargo era muy bueno y tuvieron apoyo para seguir adelante. Primero se inauguró la playa artificial y el agua se llenó de personas. Pero luego vino el parque costero, con pasto de verdad y el cambio fue sustantivo para la dignidad y calidad de vida de cincuenta mil personas.

Conversando con el sociólogo Juan Pablo Martínez, pensamos cómo bautizar estos proyectos. Es cierto que son grandes, pero ese no es su mérito. Tampoco que sean caros, aunque acá no hay magia: los beneficios son proporcionales a la inversión. Pero lo que hace la diferencia es que se ponen en lugares claves y resuelven demandas muy sentidas de la comunidad. Además del “Trocadero”, que es el nombre del proyecto de Antofagasta, ocurrió lo mismo cuando se inauguró la Línea 6 de Metro. Las personas lloraban de alegría porque se demorarían la mitad del tiempo en sus recorridos, pero también porque por primera vez en su vida, recibían una obra con el mismo estándar de los edificios que veían en Providencia o Las Condes.

En un arranque de creatividad, mi amigo Martínez bautizó estos proyectos como “quiñazos”: un chilenismo asociado a un golpe preciso y potente, que genera efectos colaterales relevantes. Sabemos que el término no es el mejor, pero al cierre de esta columna no se nos ocurrió otro. “A grandes desafíos, grandes quiñazos” concluimos, lo que nos lleva al segundo mito: pensar que estos combos de inversión se construirán con gran consenso, ajustando controversias con manuales de managment social, en tableros con post it de colores o malones animados por apasionados facilitadores.

Eso es necesario, pero no basta. Como todo quiñazo, los buenos proyectos siempre dejan cortes y heridas. Partiendo por los organismos públicos que no quieren ceder sus parcelas de poder o trancan el proyecto usando la evaluación social como control de gasto en vez de herramienta de priorización.

También quedan heridos en la ciudadanía. No los 50 mil vecinos que podrán disfrutar de esta playa artificial, ni los turistas que tendrán un destino nuevo que visitar, sino que la veintena que vive al lado y solo percibe costos, o la decena que tenía su negocio donde se construyó la obra. Por último están los heridos del gremio que por rabia, envidia o discrepancia, le darán como caja al proyecto quiñazo.

En este contexto de conflictos y presiones, la única forma de salir adelante es con buenos políticos. Es decir, con líderes que logren comunicar los beneficios del quiñazo, que estén dispuestos a pagar costos para concretarlos, sabiendo que se ganarán enemigos, pero que al final serán muchos más los beneficiados.

Sin estos líderes Antofagasta no tendría el balneario Trocadero, Punta Arenas jamás habría recuperado su borde costero, ni el Mapocho se habría canalizado con puentes, parques y avenidas. Buenos políticos y proyectos “quiñazos”: bien diseñados parecieran ser la combinación clave, que estimo muy necesaria para complementar el «urbanismo de las cosas simples».